Los 6 trucos fundamentales que te llevan a la felicidad. (Parte I)

Seguramente, al leer el título del artículo, el lector pudiera esperar una serie de consejos para su vida diaria con los que acercarse a la felicidad, con los que experimentar alegría en todos y cada uno de sus amaneceres, sin importar si es un lluvioso lunes o un soleado viernes.

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Nada más lejos de la realidad. En primer lugar deberíamos alejarnos del concepto de que la vida, la conducta que desarrollamos a lo largo de nuestra existencia, puedan alterarse en gran medida con pequeños trucos; no malinterpretemos, no quiere decir que pequeños cambios no puedan influir sobre nosotros, pero la generalización de los conceptos psicológicos en términos “metafísicos” o “espirituales” y los pequeños trucos superficiales acaban convirtiéndose en pequeñas inyecciones de ánimo que, al final, nos llevan a un gran desengaño.

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Sería interesante profundizar y primero saber que es ese algo que buscamos. Muchos dirán que se trata de alegría, bienestar, o éxito. De forma general sí, podríamos resumirlo como una búsqueda de la felicidad, sobre la que tantos libros hay escritos y dicha felicidad parece ir asociada, generalmente, a un sentimiento de alegría. Pero ¿qué es la alegría? ¿de qué se compone? ¿por qué la experimentamos?

Viendo la cantidad de preguntas que nos empezamos a plantear es posible que, en lugar de buscar truquitos rápidos, debamos empezar a construir la casa desde los cimientos.

La alegría, así como la tristeza, el asco, el miedo, la ira y la sorpresa son emociones básicas. Son las emociones básicas sobre las que se construyen el resto de emociones. Cuando hablamos de emociones básicas es importante recalcar que, hasta donde abarca la ciencia actual, estas son las únicas que se dan en todos los seres humanos, poseen unos rasgos definitorios concretos, sin importar la cultura o el origen. Por tanto no tratamos conceptos modificados por el ambiente, sino que hablamos de herencia y epigenética que se da en todas las personas. (Las patologías merecen matices al respecto)

Empecemos por pensar qué es una “emoción”; a qué nos referimos cuando empleamos este término, y por evaluar la extendida creencia de que dicho término es sinónimo de sentimiento. Los sentimientos y las emociones no son sinónimos.

¿En qué se diferencian los sentimientos de las emociones?

Para adentrarse en este jardín tenemos que ser conscientes de que el ser humano se encuentra constantemente realizando evaluaciones y valoraciones donde utilizamos toda la información posible que tenemos a nuestro alcance. El que experimentemos una u otra emoción no es algo ajeno a dichos jucios, nuestro sistema nervioso se basa tanto en los estímulos externos: reacciones de otras personas, el contexto (laboral, social…), etc…  como en los estímulos internos: experiencias previas, reacciones fisiológicas… mediante los cuales interpreta qué emoción (o emociones) son las que se están activando. Dicha interpretación sería lo que llamamos sentimiento.

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El sentimiento es, por tanto, la parte consciente de la emoción. Intentando resumirlo en palabras cotidianas: el sentimiento sería la identificación de la/las emoción/es que se están desarrollando en un momento dado.

Visto esto es probable que nos asalten algunas dudas:

Por un lado, si podemos sentir una emoción en base al contexto en el que nos encontramos o a las experiencias previas ¿puede un sentimiento ser “incorrecto”? Es decir ¿que aparezcan, o creamos que aparecen, unas emociones en lugar de otras depende de las atribuciones que hagamos?

La respuesta es sí;  en un mismo contexto variables tan irregulares como pueden ser la fatiga, eventos acontecidos durante el día, activación, metas o aprendizajes previos que interpretamos como similares al que estamos viviendo, pueden decantarnos hacia un sentimiento u otro.

Si con lo discutido hasta el momento nos miramos a nosotros mismos, posiblemente, lleguemos a reflexionar si son nuestros sentimientos fiables, o si es nuestra realidad emocional algo constante y justificable de puertas para fuera.

Para responder a estas cuestiones utilizaremos un ejemplo:

Pongamos el caso de que una persona a la que admiramos nos realiza una corrección sobre un argumento que acabamos de exponer, dicho “aprecio” o afectividad positiva, nos puede llevar a evaluar sus palabras como críticas constructivas, mientras que si lo realiza alguien que no nos agrada, las mismas palabras, pueden llevarnos a un enfrentamiento al entender que nos quiere humillar, menospreciar, etc…

¿Seríamos conscientes entonces de POR QUÉ hemos sentido dicha emoción? No.

Hace falta matizar esta negación: no seríamos completamente conscientes del porqué de dicha emoción, ni de su verdadero origen, solo alcanzarían nuestra consciencia algunas de las causas (o interpretaciones) y siempre condicionadas por el foco de nuestra atención. (Comentamos previamente en otros articulos la limitada capacidad de nuestra consciencia La (ir)realidad absoluta. Egocentrismo y Empatía)

La segunda pregunta que seguramente nos venga a la mente frente a esta distinción entre sentimiento y emoción podría ser:

¿Si el sentimiento es solo una parte de la emoción, cuáles son las otras?

La emoción está compuesta del sentimiento o experiencia consciente, también posee una expresión facial, una respuesta fisiológica y una puesta en acción. Todos estos componentes se activan de forma paralela. Esto es importante si queremos entender cómo, a veces, nos es imposible evitar ciertos gestos en nuestro rostro frente a depende  qué situaciones, o por qué antes de sentir el miedo nos hemos quedado paralizados, cómo al experimentar la sorpresa se produce una especie de “blanco mental”, o ese calor que se siente en el pecho con el corazón desbocado cuando se adueña de nosotros la ira.

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Podemos concluir que las emociones son una parte fundamental de nuestra conducta, algo que todos tenemos desde que nacemos, con una fuerte base adaptativa, pero que eso no las convierte en una realidad absoluta. Sabemos que nuestras emociones están supeditadas a diferentes juicios o elaboraciones circunstanciales, basados tanto en el ambiente, como en nuestra realidad cognitiva inmediata, como en las experiencias o asociaciones previas.

Es, por tanto, una práctica interesante no mirar exclusivamente hacia fuera, no centrar el foco atencional en el ambiente dándole todo el poder de ser lo que origina una emocion en nosotros, sino ser conscientes de cómo nuestro interior es también una variable importante a la hora de despertar una u otra emoción.

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Esa emoción llamada tristeza.

El lunes de la semana pasada fue «el día más triste del año». El Blue Monday es un concepto que surge en el año 2005 para designar, generalmente, al tercer lunes de enero, considerado el día más triste del año. Este carácter se le asigna a partir de un estudio del profesor Cliff Arnall de la Universidad de Cardiff (Reino Unido), que aplica una fórmula con diferentes variables para llegar a esta conclusión. Este estudio fue financiado por la empresa de viajes Sky Travel y utilizado como campaña para promover sus actividades.

Por supuesto que este proceso de investigación carece de toda validez científica, pero el término Blue Monday se ha popularizado, siendo utilizado de forma asidua en múltiples campañas publicitarias y eventos realizados en esta fecha.

Vivimos en una sociedad dónde la tristeza es relegada al ostracismo considerada una emoción desagradable con un cariz excepcionalmente negativo y muy impopular. Estamos sumidos en la cultura del bienestar y la felicidad impuesta; en la necesidad de la búsqueda de un hedonismo inmediato, que considera negativas todas las emociones provocadas por situaciones que no lleven a esa sensación de placer. Existe una presión social por ser felices que lo único que consigue es que estemos más insatisfechos y seamos más infelices.

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Esta búsqueda de la felicidad absoluta resulta un negocio muy rentable. Mercantilizada por la publicidad, las empresas la utilizan para vender sus productos, bajo una promesa de sonrisas eternas, bienestar y alegría constante. La tristeza no vende. A todo esto tenemos que sumar el nacimiento y proliferación de las redes sociales, que han trasladado el concepto de felicidad del ámbito privado al público. Antes no sabíamos lo felices que eran todos los que nos rodeaban en su esfera privada, excepto por inferencias que realizábamos; ahora basta echar un vistazo al Facebook y el Instagram de cualquiera, para poder ver cientos de fotos (generalmente muy retocadas) dejando a la vista unas maravillosas y perfectas vidas (de mentira), que nos llevan a odiosas comparaciones cargadas de frustración.

«Las emociones existen para ayudarnos a sobrevivir», Charles Darwin.

La tristeza se encuentra dentro de las emociones caracterizadas como negativas, que constituyen la primera línea de defensa afectiva contra las amenazas externas. Como todas las emociones tiene una misión adaptativa muy importante, pero los estudios que se han dedicado a su análisis se han centrado más en su faceta más desadaptada y negativa, como la depresión o el duelo patológico, que en su faceta de afecto favorecedor de la adaptación al medio.

Esta emoción se caracteriza por un sentimiento de decaimiento en el estado de ánimo de la persona que viene acompañado de una disminución importante en su actividad cognitiva y conductual. La experiencia subjetiva de una persona triste se encuentra entre la congoja leve y la pena intensa. Pero a pesar de esta descripción con un cariz tan pesimista, la tristeza no es siempre algo negativo; sino todo lo contrario.

                    ¿Qué desencadena la tristeza?

Por lo general, la emoción de la tristeza se presenta ante situaciones que suponen la pérdida de una meta valiosa o la aparición de una situación aversiva que provoca algún daño o prejuicio. Curiosamente estas coyunturas podrían desencadenar también una respuesta de ira, que se caracteriza por ser un condicionante de las sensaciones de decepción y desagrado que provocan estas situaciones. ¿Y qué es lo que hace que se desencadene una u otra emoción en el individuo? Pues la actitud de la persona ante la pérdida de la meta o la situación aversiva. Si la respuesta del sujeto ante estos sucesos es pasiva, de convencimiento de la no existencia de nada que le dé la posibilidad de restablecer la meta o de neutralizar el estado desagradable, la emoción dominante será la tristeza. Esta empuja al abandono de la meta o su sustitución por otra nueva. Aquí debemos matizar que muchas veces la tristeza es una emoción «de segundas»; lo habitual al perder una meta es que se desencadene primero una emoción de ira, miedo o ansiedad que lleve a la acción para restablecerla. En caso de que los intentos sean en vano, es cuando el individuo se frustra y se rinde, llega al convencimiento de la nula viabilidad de cualquier medida de afrontamiento y deja que sea la tristeza la que domine la situación en un segundo estadio.

La tristeza presenta unas ventajas evolutivas

El proceso emocional de la tristeza tiene un papel muy importante en la dinámica psicológica de la persona, a pesar de su mala fama. El sentimiento de tristeza ralentiza el nivel funcional del individuo, afectando a sus procesos cognitivos y a su conducta motora, provocando un ahorro de energía en el sujeto. A la vez que disminuye la actividad, disminuye también la atención prestada al mundo externo, de forma que el individuo puede focalizar su atención en el mundo interno. Poner el centro en los procesos internos favorece el análisis y la reflexión, muy importantes tras la pérdida de una meta, un fracaso o una situación aversiva que afecta negativamente a la persona. Al mismo tiempo, la reducción en el procesamiento de estímulos externos protege al individuo de los estímulos desagradables y negativos que pudieran acrecentar la emoción. Esto se traduce también en una restauración de la energía tras épocas de mucho desgaste tanto a nivel cognitivo como a nivel físico.

Otra de las ventajas que provoca la tristeza es el apoyo social, reforzando los vínculos del grupo que se presta a ayudar y apoyar a la persona triste. Esta emoción despierta la cercanía y la atención de los demás, y procura ayuda y cobijo emocional a la persona que la experimenta. Se crea una «ilusión» de empatía, (conviene recordar este concepto a través de un artículo que publicamos recientemente), donde el entorno de la persona apenada toma conciencia de su estado emocional y se coloca en su lugar, lo que lleva a las personas de su alrededor a intentar ayudarle para que la situación se revierta. El malestar de la persona triste se traduce en un malestar propio, y esto provoca la necesidad de subsanar el problema en el entorno. Esto permite ver la situación desde una perspectiva diferente, desde la que se pueden aportar soluciones más creativas y dar apoyo y comprensión, suavizando de este modo el estado en el que se encuentra el individuo.

Como dato curioso comentaremos el hecho de que la tristeza es la emoción que mejor predispone a las grandes reflexiones, y es muy probable que haya tenido un papel muy importante en la historia del pensamiento y de las ideas.

    ¿Recibimos una educación emocional adecuada en cuanto a tristeza?

Desde que somos pequeños nos invalidan esta emoción, de modo que nos incapacitan para afrontarla en la vida adulta. Cuando un niño se pone triste por un enfado con un amigo, algo que no le sale bien o el no poder conseguir algo que quiere, se le dicen frases como «tranquilo, no es para tanto» o «no te pongas así, ya se te pasará», en lugar de explicarle de dónde le viene esa emoción o por qué la está experimentando. No se le da una educación emocional adecuada ni unas herramientas para saber afrontarla y normalizarla. Esto da lugar a adultos incapaces de enfrentarse a sus emociones, que se sienten frustrados ante las situaciones que les provocan tristeza sin saber manejarlas, y que pueden caer fácilmente en la patologización de la misma.

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Los sentimientos de tristeza resultan incómodos en los demás, de forma que cuando alguien está triste haremos lo posible para que esa situación se revierta y dejar de sentir nosotros mismos la agonía de la tristeza ajena. Vivimos en una sociedad en la que la cultura del bienestar nos impide estar tristes y que alguien a nuestro alrededor lo esté. Parece que es más importante poner una máscara a la tristeza propia y ajena, que aprender a interiorizarla, comprenderla e, incluso, saber disfrutarla. Va siendo hora de que reivindiquemos nuestro derecho a la tristeza y a los beneficios que experimentarla, en una medida justa, nos trae.