Amor, pero de verdad.

Desde que somos pequeños nos venden una idea de amor romántico como pilar fundamental en la vida de una persona. Nos bombardean continuamente desde el cine, las series y la publicidad, con idílicas relaciones de pareja, por lo general heterosexuales, con un final feliz consumado en el matrimonio y la formación de una familia. Esta idea de amor romántico nos educa en unos valores de sacrificio por la persona amada, de soportar cualquier sufrimiento y ser capaces de cualquier acto por conseguir o conservar ese amor. Se crea una idea errónea y sesgada de lo que es el amor y las relaciones “de pareja” en el imaginario social, lo que lleva en muchas ocasiones a la frustración y la tristeza cuando no conseguimos alcanzar ese ideal que nos han estado metiendo por los ojos desde pequeños.

Hay todo un negocio creado en torno al amor. No solo la industria cinematográfica se lucra con este concepto, su utilización se extrapola a la moda, con un negocio enorme y muy rentable en las bodas, la prensa del corazón, la literatura romántica… hay todo un merchandising en torno a este concepto, que tiene incluso un día en el que celebrarse: el famoso día de San Valentín. Las tiendas se llenan de corazones, flores, tarjetas, peluches, joyas… todo aderezado por una atmósfera de besos y abrazos, que deja fuera a las personas que no tienen pareja por decisión propia o de forma circunstancial, y a aquellas que viven el amor de forma no convencional. Ese día el amor se compra; y se exige.

Pero, ¿qué es el amor en realidad?

Existen diferentes tipos de amor: el amor romántico (de pareja), el maternal, el amor a los hermanos, a los amigos… y está cargado de una gran influencia cultural, lo que hace más difícil una definición universal y estandarizada del concepto. En este artículo nos vamos a centrar en el amor romántico, como el amor entre dos personas de distinto o mismo sexo, que en las culturas modernas (occidentales sobre todo) es la base de las relaciones de pareja estables, duraderas y monógamas.

«Amar no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección”, (Antoine de Saint-Exupery).

En la cultura occidental se construye el amor romántico como algo exclusivo, incondicional, un sentimiento que implica un alto grado de renuncia (hay que ser capaces de dar todo por la persona amada, incluso a uno mismo) y sacrificio. Existe un concepto muy significativo: la media naranja, que nos mantiene incompletos como personas hasta que somos capaces de encontrar a alguien a quién amar y que nos ame, y por fin podemos considerarnos una naranja entera. Se postula un modelo de amor idealizado con unas características marcadas que lleva fácilmente a un sentimiento de frustración y fracaso afectivo al no ser capaces de alcanzar las altas expectativas que desde la sociedad nos generan.

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Como todas las emociones que experimentamos, el amor tiene sus orígenes evolutivos y es la emoción más importante a la hora de pensar en la continuidad de la especie. Para nuestros ancestros estaría ligado al instinto de supervivencia pues hacía que los seres humanos se mantuvieran unidos y perpetuaran sus genes a través de la reproducción y los cuidados de las crías. En la elección de la pareja entraban en juego muchos factores físicos, que serían un reflejo del estado de salud y de la calidad de los genes que garantizarían una buena descendencia.

Pero el concepto de amor ha evolucionado igual que lo ha hecho el entorno social y cultural. Ya no elegimos las parejas únicamente por las características físicas que nos den pie a pensar que pueden darnos una buena descendencia, sino que vamos más allá. Elegimos una persona que pueda aportarnos una estabilidad y un bienestar, con la que tengamos cosas en común, compartamos unos valores, con un nivel de inteligencia y socioeconómico similar y que pueda acercarnos a un proceso de apego. El apego es un estado afectivo de mayor duración que el amor romántico, con una función altamente adaptativa que incluye toda la esencia de la conducta social humana.

El triángulo del amor de Sternberg.

Desde hace dos décadas vivo en estado de pasión con una persona; es algo que está más allá del amor, de la razón, de todo; sólo puedo llamarlo pasión, (Michel Foucault).

El psicólogo estadounidense Robert Sternberg desarrolla una teoría sobre el amor, conocida como la Teoría triangular del amor, donde expone que no existe una forma de amor puro, sino que hay distintos tipos de amor que surgen de la combinación de tres componentes básicos: la pasión, la intimidad y el compromiso. Cada uno de estos componentes va evolucionando a medida que avanza la relación, a un ritmo diferente. La pasión es muy intensa en un principio y crece muy deprisa, para disminuir hasta unos niveles moderados conforme la relación va avanzando. La intimidad y el compromiso sin embargo, crecen de forma mucho más pausada pero durante más tiempo; la primera pudiendo no dejar de crecer nunca durante toda la relación, y la segunda estancándose en un punto de equilibrio entre los dos miembros de la pareja.

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(Más adelante dedicaremos un artículo completo al análisis de este triángulo y las diferentes formas de amor que de él resultan, para no extendernos demasiado ahora).

De la misma forma que hay diferentes tipos de amor también encontramos diferentes experiencias subjetivas que guardan relación con estos componentes básicos que desarrolla Sternberg. La pasión se caracteriza por un sentimiento muy intenso y un deseo extremo hacia la otra persona. Altera los procesos de valoración cognitiva, de forma que impide ver los defectos de la persona que provoca este sentimiento, y otorga una sensación de energía y vitalidad. La intimidad provoca un sentimiento de proximidad emocional y ganas de compartir todo con la otra persona, mientras el compromiso es el encargado de producir sentimientos de fuerte relación y es el que lleva a realizar sacrificios para su conservación.

¿Entoces, es el amor un constructo social?

La respuesta a esta pregunta es no. El amor tiene una activación fisiológica y unos mecanismos biológicos. En la fase de enamoramiento, se activa en el cerebro la zona ventral tegmental de la región subcortical que segrega dopamina, el neurotransmisor que rige el placer. Ante la presencia de la persona que provoca este enamoramiento, aumenta su actividad gracias a la dopamina el sistema cerebral de recompensa. También se ha identificado una hormona, la oxitocina, que parece ser la encargada de promover vínculos afectivos y conductas sexuales y reproductivas.

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Pero como todo, el amor está muy influenciado por la cultura. En el sistema que impera en occidente, el amor se ha convertido en un negocio y en una forma de sumisión. Conceptos como la fidelidad impuesta y los celos campan a sus anchas impregnando las relaciones y coartando la libertad que tendría que suponer una emoción tan bonita y tan intensa. Tampoco podemos obviar la influencia de la religión, que frena la plena experiencia amorosa con prohibiciones y supersticiones arcaicas. Parece que las únicas relaciones socialmente aceptadas son las relaciones entre dos personas, con un compromiso cerrado y en las que los sacrificios están a la orden del día. No caben las relaciones no convencionales, y además, a las personas que no encuentran el amor o no lo viven de forma convencional, socialmente se les otorga una sensación de fracaso afectivo.

El amor es una emoción intensa, con muchos efectos positivos, que deberíamos ser capaces de vivir cada uno como quisiéramos, el tiempo que quisiéramos y con cuántas personas como fuéramos capaces de amar durante toda nuestra vida.

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Esa emoción llamada tristeza.

El lunes de la semana pasada fue «el día más triste del año». El Blue Monday es un concepto que surge en el año 2005 para designar, generalmente, al tercer lunes de enero, considerado el día más triste del año. Este carácter se le asigna a partir de un estudio del profesor Cliff Arnall de la Universidad de Cardiff (Reino Unido), que aplica una fórmula con diferentes variables para llegar a esta conclusión. Este estudio fue financiado por la empresa de viajes Sky Travel y utilizado como campaña para promover sus actividades.

Por supuesto que este proceso de investigación carece de toda validez científica, pero el término Blue Monday se ha popularizado, siendo utilizado de forma asidua en múltiples campañas publicitarias y eventos realizados en esta fecha.

Vivimos en una sociedad dónde la tristeza es relegada al ostracismo considerada una emoción desagradable con un cariz excepcionalmente negativo y muy impopular. Estamos sumidos en la cultura del bienestar y la felicidad impuesta; en la necesidad de la búsqueda de un hedonismo inmediato, que considera negativas todas las emociones provocadas por situaciones que no lleven a esa sensación de placer. Existe una presión social por ser felices que lo único que consigue es que estemos más insatisfechos y seamos más infelices.

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Esta búsqueda de la felicidad absoluta resulta un negocio muy rentable. Mercantilizada por la publicidad, las empresas la utilizan para vender sus productos, bajo una promesa de sonrisas eternas, bienestar y alegría constante. La tristeza no vende. A todo esto tenemos que sumar el nacimiento y proliferación de las redes sociales, que han trasladado el concepto de felicidad del ámbito privado al público. Antes no sabíamos lo felices que eran todos los que nos rodeaban en su esfera privada, excepto por inferencias que realizábamos; ahora basta echar un vistazo al Facebook y el Instagram de cualquiera, para poder ver cientos de fotos (generalmente muy retocadas) dejando a la vista unas maravillosas y perfectas vidas (de mentira), que nos llevan a odiosas comparaciones cargadas de frustración.

«Las emociones existen para ayudarnos a sobrevivir», Charles Darwin.

La tristeza se encuentra dentro de las emociones caracterizadas como negativas, que constituyen la primera línea de defensa afectiva contra las amenazas externas. Como todas las emociones tiene una misión adaptativa muy importante, pero los estudios que se han dedicado a su análisis se han centrado más en su faceta más desadaptada y negativa, como la depresión o el duelo patológico, que en su faceta de afecto favorecedor de la adaptación al medio.

Esta emoción se caracteriza por un sentimiento de decaimiento en el estado de ánimo de la persona que viene acompañado de una disminución importante en su actividad cognitiva y conductual. La experiencia subjetiva de una persona triste se encuentra entre la congoja leve y la pena intensa. Pero a pesar de esta descripción con un cariz tan pesimista, la tristeza no es siempre algo negativo; sino todo lo contrario.

                    ¿Qué desencadena la tristeza?

Por lo general, la emoción de la tristeza se presenta ante situaciones que suponen la pérdida de una meta valiosa o la aparición de una situación aversiva que provoca algún daño o prejuicio. Curiosamente estas coyunturas podrían desencadenar también una respuesta de ira, que se caracteriza por ser un condicionante de las sensaciones de decepción y desagrado que provocan estas situaciones. ¿Y qué es lo que hace que se desencadene una u otra emoción en el individuo? Pues la actitud de la persona ante la pérdida de la meta o la situación aversiva. Si la respuesta del sujeto ante estos sucesos es pasiva, de convencimiento de la no existencia de nada que le dé la posibilidad de restablecer la meta o de neutralizar el estado desagradable, la emoción dominante será la tristeza. Esta empuja al abandono de la meta o su sustitución por otra nueva. Aquí debemos matizar que muchas veces la tristeza es una emoción «de segundas»; lo habitual al perder una meta es que se desencadene primero una emoción de ira, miedo o ansiedad que lleve a la acción para restablecerla. En caso de que los intentos sean en vano, es cuando el individuo se frustra y se rinde, llega al convencimiento de la nula viabilidad de cualquier medida de afrontamiento y deja que sea la tristeza la que domine la situación en un segundo estadio.

La tristeza presenta unas ventajas evolutivas

El proceso emocional de la tristeza tiene un papel muy importante en la dinámica psicológica de la persona, a pesar de su mala fama. El sentimiento de tristeza ralentiza el nivel funcional del individuo, afectando a sus procesos cognitivos y a su conducta motora, provocando un ahorro de energía en el sujeto. A la vez que disminuye la actividad, disminuye también la atención prestada al mundo externo, de forma que el individuo puede focalizar su atención en el mundo interno. Poner el centro en los procesos internos favorece el análisis y la reflexión, muy importantes tras la pérdida de una meta, un fracaso o una situación aversiva que afecta negativamente a la persona. Al mismo tiempo, la reducción en el procesamiento de estímulos externos protege al individuo de los estímulos desagradables y negativos que pudieran acrecentar la emoción. Esto se traduce también en una restauración de la energía tras épocas de mucho desgaste tanto a nivel cognitivo como a nivel físico.

Otra de las ventajas que provoca la tristeza es el apoyo social, reforzando los vínculos del grupo que se presta a ayudar y apoyar a la persona triste. Esta emoción despierta la cercanía y la atención de los demás, y procura ayuda y cobijo emocional a la persona que la experimenta. Se crea una «ilusión» de empatía, (conviene recordar este concepto a través de un artículo que publicamos recientemente), donde el entorno de la persona apenada toma conciencia de su estado emocional y se coloca en su lugar, lo que lleva a las personas de su alrededor a intentar ayudarle para que la situación se revierta. El malestar de la persona triste se traduce en un malestar propio, y esto provoca la necesidad de subsanar el problema en el entorno. Esto permite ver la situación desde una perspectiva diferente, desde la que se pueden aportar soluciones más creativas y dar apoyo y comprensión, suavizando de este modo el estado en el que se encuentra el individuo.

Como dato curioso comentaremos el hecho de que la tristeza es la emoción que mejor predispone a las grandes reflexiones, y es muy probable que haya tenido un papel muy importante en la historia del pensamiento y de las ideas.

    ¿Recibimos una educación emocional adecuada en cuanto a tristeza?

Desde que somos pequeños nos invalidan esta emoción, de modo que nos incapacitan para afrontarla en la vida adulta. Cuando un niño se pone triste por un enfado con un amigo, algo que no le sale bien o el no poder conseguir algo que quiere, se le dicen frases como «tranquilo, no es para tanto» o «no te pongas así, ya se te pasará», en lugar de explicarle de dónde le viene esa emoción o por qué la está experimentando. No se le da una educación emocional adecuada ni unas herramientas para saber afrontarla y normalizarla. Esto da lugar a adultos incapaces de enfrentarse a sus emociones, que se sienten frustrados ante las situaciones que les provocan tristeza sin saber manejarlas, y que pueden caer fácilmente en la patologización de la misma.

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Los sentimientos de tristeza resultan incómodos en los demás, de forma que cuando alguien está triste haremos lo posible para que esa situación se revierta y dejar de sentir nosotros mismos la agonía de la tristeza ajena. Vivimos en una sociedad en la que la cultura del bienestar nos impide estar tristes y que alguien a nuestro alrededor lo esté. Parece que es más importante poner una máscara a la tristeza propia y ajena, que aprender a interiorizarla, comprenderla e, incluso, saber disfrutarla. Va siendo hora de que reivindiquemos nuestro derecho a la tristeza y a los beneficios que experimentarla, en una medida justa, nos trae.